Aracely
- Laura Salamanca
- 5 feb 2018
- 4 Min. de lectura

Como si se tratara de una imagen sobrenatural, Aracely se espanta con el reflejo de sus ojos en el escaparate de la farmacia. La mujer que desde hacía pocos minutos se encontraba tranquila, sale despavorida hacia la calle: camina lento, algo rígida. El hecho resulta absurdo: es evidente que ella no desea estar en este lugar; deberían llevársela. Sin embargo, es su sobrina la que le impide el paso y, con firmeza, le magrea la cabeza. Pareciera estar acostumbrada a ese hecho; su manera de calmarla es realmente efectiva. Aracely retorna a su silla, ahora más tranquila.
“¿Está bien, tía?” Le dice su sobrina, haciendo lo posible para que Aracely se sienta más cómoda. “¿Tiene hambre; le duele algo?” Aracely asiente y, con irritación, se frota la rodilla, dando a entender que le duele esa parte de su cuerpo. Su sobrina la soba, le acaricia de nuevo la cabeza, la espalda, y las piernas. Mientras tanto, Aracely se pasa un pañuelo por su boca llena de saliva y por sus ojos ya viejos y cansados. Aquellos –pienso– son el reflejo diáfano de una tortura interna que jamás finaliza.
Su mirada refleja algún recuerdo melancólico, surcado con líneas de dolor. Me pregunto qué estará viendo en estos momentos. Quizás solo son recuerdos anteriores, tergiversados con tristeza o alucinaciones terroríficas de aquello que más pavor le causa. Imagino que lo que ella ve, debe ser algo parecido a mi experiencia del primer trance en la toma del yagé: una combinación de colores verdes y azules, rojos, amarillos, muchas caras, muchos sonidos indescriptibles; la cabeza está a punto de estallar y todo se torna violeta. No hay ruido, hay una calma idílica. Todo lo que hago está lleno de tranquilidad, pero son imágenes ya vistas. Todo se repite, miles y miles de veces. Sin importar lo que haga, todo es semejante a lo anterior, entran ganas de gritar, de salir corriendo, de llorar, de reír, de morir. Sí, debe ser algo parecido, concluyo. “¿Está bien, tía?” Insiste su sobrina. “¿Ya le pasó el dolor?” De nuevo, Aracely asiente, ahora con sus ojos vidriosos e hinchados. De nuevo, quiere irse.
Al parecer, las dosis altas de neurolépticos serían las culpables de la acatisia tardía de Aracely. Su diagnóstico: esquizofrenia grave. Parece que se equipara con la epidemiología de consumidores de drogas. Pero, al ver su rostro descarto la idea de que una mujer de cuarenta y cinco años pueda ser drogodependiente y causarse semejante daño.
Su hermana aclara que Aracely jamás consumió algún tipo de alucinógeno. Ella siempre –le refuta a mi madre, quien está dispuesta a venderle unas vitaminas para la calcificación de sus huesos– tuvo una vida sana, completamente normal; estuvo dispuesta a ayudarle a mis papás en la finca con el ganado y con el arreglo de los cultivos. Sin embargo, la imagen de Aracely, como una mujer de campo y pacífica, se distorsiona cuando su hermana hace énfasis en sus crisis agresivas durante las últimas semanas. El rostro de mi madre y, por supuesto el mío, se llenan de asombro.
“Antes del veintisiete de mayo –continúa hablando su hermana– nadie se preocupaba tanto por lo que ocurría en la finca. Para eso estaba ella; todos la querían. Mi hermana siempre fue una mujer ganadera y, por eso mismo, y porque mis papás ya tienen más de ochenta años, se la pasaba en la finca, haciendo aseo, dándole de comer a las vaquitas y eso sí, pidiéndole a diosito que nos ayudara con la salud de mis papás. Pero después de ese día, todo se vino abajo. La hemos llevado al psicólogo, al psiquiatra, a la iglesia y nada, parece que ya queda así.” Aracely, al igual que su hermana, es una mujer regordeta y de baja estatura, de cabello corto y tinturado. Debió ser una mujer muy feliz o, por lo menos, cómoda con su posición en la finca familiar, con aquellos campos verdes, con las montañas, con el lujo del aire puro que en la ciudad desaparece.
Como todo campesino, amador de su tierra y de la madrugada, Aracely, se levantó el veintisiete de mayo a las cinco de la mañana; se acomodó sus botas, su ruana, y salió a preparar aguapanela para ella y para sus padres. “Bendición, mamá; bendición, papá; espero que hayan descansado”. Y mientras la estufa de carbón encendía, salió al baño, con el tiempo contado para reorganizar su día y llevarlo a cabo plenamente. Ordeñó las vacas, miro sus cultivos, hizo el aseo diario, el almuerzo y más y más tareas del campo. Después del almuerzo, justo cuando estaba a punto de finalizar sus labores, salió de casa y, mientras caminaba por verdes sendas y observaba el paisaje boyacense, alguna imagen la dejó tensa, paralizada. Aracely quedó en shock. La encontraron agitada, desesperada. Primero vino la visita al médico, quien la remitió al psicólogo y luego al psiquiatra. Por supuesto, el diagnóstico no fue nada alentador para la familia. Su esquizofrenia es nada menos que incurable, por tratarse de un problema mental. Sin embargo, su familia tiene la esperanza de que mejore gradualmente su estado de salud, pues, si bien, las crisis no empeoran, lo hace su corazón y su sistema nervioso con los neurolépticos ingeridos.
“No sabemos –responde la hermana de Aracely– a ciencia cierta”, qué fue lo que vio o qué le hicieron de camino a la finca. Si es que salió alguien por ahí y le dio algo o si ya iba asustada y, de repente, un animal apareció y la asustó y eso le generó el shock. Tengo fe en que pueda algún día volver a hablarnos”. La hermana de Aracely recibe las vitaminas que mamá le aconseja. Le agradecemos por sus palabras y mamá le recomienda fuerza ante la situación.
Nos despedimos, agitando la mano, y nos alejamos de Aracely con el mismo afán con el que transcurre el tiempo. Está rodeada por su hermana y su sobrina. Su mirada perdida, como siempre, la mantiene en otro mundo, en algún lugar inaccesible de su mente. El recuerdo de la persona que fue se pierde, como se pierde esta tarde… la última en la que veré a Aracely.
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