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La vida después de mi padre, para llegar a mi padre

  • Camila Molina
  • 26 feb 2018
  • 8 Min. de lectura

Cuando conocí a Martha, estábamos en una marcha. La facultad de Ciencias Políticas de la universidad protestaba para que no despidieran al profesor Álvarez, quien, durante una conferencia, había pronunciado sin tapujos ni pelos en la lengua que la Biblia era el libro de ficción más vendido de toda la historia. Yo me había hecho presente porque Silvia Coronado, la maestra de Historia Política y amante de Álvarez, nos había prometido cancelar el siguiente examen si más de la mitad de la clase asistía y así fue. Martha, por otro lado, y según me lo contó años más tarde, asistió porque estaba de acuerdo con lo que Álvarez había dicho y, más que nada, porque ese profesor, cuando estaba de buen humor, regalaba cigarrillos a toda la clase, “para que fluyeran las ideas”.

Llevábamos unos cincuenta minutos marchando cuando Rosa, de segundo semestre, y Patricia, de cuarto, se empezaron a jalar de los pelos. Algunos dicen que fue por amor, por el de Esteban, un muchacho de Ingeniería que trabajaba en un bar cerca de la universidad. Todos empezamos a rodearlas: “Dele duro, Rosa”, gritaban unos; “Péguele una patada en el estómago, Patricia”, gritaban otros; entre el bullicio multitudinario se asomó la policía. Nos metieron a todos en uno de esos carros del ejército y nos llevaron a la estación. Recuerdo haber oído algunos alaridos de desacuerdo e indignación por parte de algunos. No me parecían relevantes, yo sabía que no nos liberarían sin antes llamar a nuestros padres.

No era la primera vez que estaba ahí. Unos seis meses antes, me habían llevado por fumar marihuana en un parque para niños y, un año atrás, por vender boletas para una rifa y esfumarme con el dinero sin premiar al ganador. Estaba contemplando los reclamos y los gritos, cuando vi a Martha –aunque para entonces no sabía su nombre– con un libro de Benedetti entre las manos. Pelo largo y castaño, además de un jean campanero cuyo estilo no había visto antes. Cuando se perdía en su lectura yo le detallaba los rasgos de la cara: tenía algo en el rostro que traía a mi memoria los mejores poemas que había leído. Me le acerqué, sin llamar mucho la atención de la cabreada multitud.

- Hola, dije. ¿Qué tal todo?, Martha me miró con desconcierto.

- Estoy en una estación de policía por quinta vez este año. Todo va de lo mejor, dijo ella con sarcasmo.

- ¿Delitos menores?, dije.

- Sí, por supuesto, dijo.

Días más tarde, me enteré de que uno de esos delitos consistió en amarrarse a un árbol, para evitar que lo cortaran y, en su lugar, construyeran otra sucursal de McDonald's. Me pareció obstinado y muy valiente.

- Escuchen bien, vándalos. Tenemos asuntos más importantes que resolver. Así que, por esta vez, podrán irse. Pero si forman otro alboroto con eso de su pensamiento libre, limpiarán los baños de la estación con cepillos de dientes, dijo uno de los policías antes de escupir en el suelo.

- ¿Con cepillos de dientes?, ese tipo está demente, dije en soliloquio, porque cuando miré a mi lado, Martha ya se había ido.

Pero qué historia más aburrida, dijo William, mientras se llevaba a la boca unas galletas. Se trataba de uno de mis compañeros de cuarto en el asilo. Sus hijos lo habían botado allí sin más motivos que la vejez. De hecho, Will, como solía decirle, era muy sano y a sus setenta y siete años tenía la vitalidad y la mente de un niño. Era un sujeto agradable.

A ti nunca te gustan mis historias, le contesté. Siempre son las mismas, dijo. Cada noche, antes de irnos a dormir, las monjitas venían, rezaban con nosotros el Padrenuestro, pedían por las almas de los ancianos que habían muerto, nos apagaban la luz y se iban. Dormíamos en un camarote, Will en la cama de abajo y yo en la de arriba. En la penumbra, yo me ponía a contarle historias. Al principio, le gustaban. Casi siempre eran sobre Martha o sobre mi hijo. Luego, cuando se me acababan, volvía a empezar. La rutina lo fue cansando y después solo me escuchaba por decencia o porque sabía lo mucho que extrañaba la vida de la que tanta lora echaba. “Entonces deja que te cuente una de mi hijo, la que a vos más te guste”, le dije. “La que usted quiera, al fin y al cabo, ya me las sé todas”, contestó.

Faltaba un semestre para que Martha y yo termináramos la carrera. En los últimos cinco años y medio, nos habíamos vuelto expertos en política, labia y derechos humanos. Cuando nos cuadramos, a mitad de carrera, después de casi un año de cortejos, de prestarnos libros de García Márquez, de dedicarnos versos remilgados y de cometer uno que otro delito menor, como entregarle una flor a un policía que estaba maltratando a un indigente o andar en patineta por la biblioteca de la universidad, ella me había dicho que no quería tener hijos, por aquello de que no tenía el juicio para cuidarlos.

Sin embargo, a solo seis meses de acabar, Martha había quedado embarazada. Recuerdo que cuando me lo contó, yo no cabía de la felicidad: la paternidad me resultaba una experiencia genial, pero a ella la maternidad le resultaba tediosa y carcelaria. Lloró mucho los dos primeros meses. Para el tercero, cuando la barriga empezó a crecerle un poco, estaba viendo con otros ojos todo el asunto, hasta que terminó por gustarle la idea.

Cuando nació Mike, yo ya había conseguido trabajo en un periódico casi desconocido, El Espectro. Una vez que Martha concluyó su licencia obligada de maternidad de seis meses, le dieron trabajo ahí también. El periódico se hizo popular y Mike ya tenía dos años. Yo estaba hasta la coronilla de los horarios, de las cuatro paredes de la oficina y de los gritos del jefe Valderrama –un hombre de ultraderecha que nos hacía escribir lo que él quería–. Martha estaba igual, nunca en su vida había estado tan atrapada; se sentía asfixiada entre tanta compostura y conservatismo. Así que un día, llegamos más temprano que nunca, fuimos a la oficina del jefe y con pintura negra escribimos en la pared: En el nombre de Valderrama, del espectro y de su espíritu tiránico, Amén. No pasaron más de treinta segundos antes de que Valderrama nos echara a la calle. “¡Y no vuelvan!”, gritó. Sin más, dejamos el apartamento en el que vivíamos. Con los ahorros que teníamos compramos una casa rodante y nos fuimos. Por primera vez, en mucho tiempo, me sentía bien conmigo mismo. La sensación de libertad volvía a mí y se hacía más fuerte a medida que dejábamos atrás la ciudad, ese abismo de asfalto y cemento que nos estaba consumiendo.

Conocimos cerca de cincuenta pueblitos. Cuando se nos acabaron los fondos, y sin otra alternativa, nos pusimos a trabajar en lo que más nos gustaba. Empezamos a hacer atrapasueños y todo tipo de artículos hippies. Nuestra principal clientela era el grupo de mochileros que hallaba en el nomadismo una forma de vida. Fue uno de esos días cuando nos topamos con un exconvicto. El sujeto era alto y musculoso; nos pidió que lo acercáramos a Sevilla, donde vivía su familia. Se llamaba Francisco y quería reencontrarse con su mamá, a quien no veía hacia unos quince años, para pedirle perdón. Aquel hombre me dejó un sinsabor en la boca: yo nunca volví a ver a mi papá desde que me metí a estudiar Ciencias Políticas, pues él quería que su hijo único fuera ingeniero, así que me echó de la casa y nunca nos volvimos a ver. Martha insistía cada año que fuera a verlo y yo admiraba su persistencia. Un día fue hasta Tunja a visitar a mi papá, como portadora de un mensaje que yo no había enviado: “Su hijo lo quiere, y lo quiere arto. Tiene muchas ganas de verlo”.

- Esa parte no me la sabía, dijo Will.

- ¿Cuál?, le contesté

- La de su papá, dijo Will.

En ese momento fui consciente de que por primera vez le había hablado de mi papá a alguien que no era Martha.

- Es que no me gusta hablar de él. Pero antes de que el cáncer me la invadiera, mi Martha me dijo que quería que me volviera a reunir con mi papá. Yo nunca lo hice. Mike, cuando creció, me pidió que lo dejara vivir donde el abuelo porque allá había pasado mucho tiempo en las visitas esporádicas que Martha le hacía. A veces se quedaba a dormir con él, pues se cansaba de andar de lado a lado en una casa rodante. Una noche, mi papá llamó a Martha a decirle que Mike había muerto.

Gilbert miró hacia arriba, anonadado.

- Lo de su muchacho tampoco lo sabía y lo siento mucho pero, mientras le quede aliento, nada resulta imposible. Si no me cree, míreme a mí, todavía bailo como cuando tenía quince. Vaya y hable con su papá.

Luego de eso, Will se quedó dormido, con media galleta entre la boca y la otra media fuera.

Me quedé pensando otro rato. Si mis cálculos eran correctos, mi papá tendría unos noventa años. Estaba seguro de que seguía viviendo en Tunja, en la casa que compró a punta de préstamos y deudas contraídas con el banco. Me paré de la cama, prendí la luz y empecé a alistar mis cosas: un par de camisas y una radio vieja. No iba a esperar más. Desperté a Will y se levantó exaltado. “Me voy de acá a buscar a mi papá. Venga conmigo”. “¿Qué?”, dijo. “Que me voy a ver a mi viejo. Venga conmigo, no nos va faltar nada”, le dije. No, Gilbert, yo acá soy feliz, hasta me estoy enamorando de una de las enfermeras.

Recordé que cuando me habían internado también habían internado mi casa rodante y, de vez en cuando, la usaban para llevar a las monjas a misiones o retiros espirituales. Fui al garaje y tomé las llaves –las conocía como la palma de mi mano: tenían un llavero que habíamos comprado con Martha en el primer pueblito que habíamos visitado–. Abrí el carro. Ya no olía a lirios, como le gustaba a Martha, sino a incienso. Abrí la puerta del garaje, intentando hacer el menor ruido posible, me subí al carro y me fugué.

Tunja estaba a unas dos horas de Bogotá y, aunque tenía cataratas y un dolor de ojos terrible, nunca perdí de vista el camino. Conforme me acercaba, recordé el día en que unas monjitas del asilo me encontraron varado en la carretera, fuera de mí, completamente perdido. Ese fue el día en que mi Martha murió por el cáncer. Nunca quiso ir al médico porque deseaba irse cuando le tocara, sin extender clínicamente su tiempo de vida. Recordaba que en esa misma carretera mi hijo se había accidentando, con solo veinticinco años. Recapitulé el momento en que mi papá nos llamó; solo Martha había acudido a velar a Mike, porque yo no quería saber nada de mi papá.

Cuando volví a ser consciente del presente, me encontraba al frente de la casa de mi papá, después de cerca de cuarenta años fuera de ella. Probablemente murió hace mucho, me decía a mí mismo mientras, con cautela, para no romperme un hueso, me bajaba del carro. Me acomodé los lentes y timbré un par de veces. Al cabo de cinco minutos, una voz desgastada contestó: “Un momento”. Treinta segundos después, el emisor abrió la puerta. Era mi papá, con unas cuantas arrugas más que las mías en la cara. Supongo que nunca lo llevaron a un asilo porque siempre supo cuidarse solo y porque su único hijo no estuvo presente para ir a tirarlo allá. Mi papá me reconoció: “¡Gilbert!”, gritó. Mientras veía cómo derramaba algunas lágrimas, dije: “No puede ser posible que me reconozcas”. “Muchacho, un padre nunca olvida a un hijo”, contestó.

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